Existe una necesidad humana de saber hacia dónde nos dirigimos como seres individuales y como colectivo. A lo mejor es una necesidad vital para tener dirección y certeza de que vamos en el camino correcto. Yo me hice esta pregunta muchos años, pero he dejado de responderla. No la respondo porque encuentro que la respuesta está en resonancia con lo que uno va descubriendo en cada etapa de la vida. Es en este sentir la invitación que hago a las personas que acompaño: vaciarse por dentro sosteniendo juntos.
Estamos inagotablemente al servicio de algo más grande. Este servicio requiere la transformación constante de nuestro limitado yo, que en su mayoría de veces busca sólo satisfacerse a sí mismo. Una transformación del yo que busca la extinción de sí mismo, aunque suene radical. Un renacer constante del yo para volverse poroso a la felicidad y al sufrimiento del otro, sensible a la belleza y a las lágrimas de quienes le rodean, energético para generar cambios radicales en sí mismo y en su comunidad. Un yo que escucha el llamado de su corazón, que no es más que el reflejo de Dios. Un yo que no sólo escucha, sino que en lo profundo no tiene dudas y miedo para avanzar hacia su autodestrucción. Sabe que el amor lo destruirá, pero sabe que la destrucción es necesaria para convertirse en amor como diría Ken Wilber. Siento que el propósito de nuestra existencia es justamente hacer el viaje de descubrir cómo servir, acomodando nuestras potencialidades y dones. Nos descubrimos y descubrimos nuestra misión de vida en ese viaje incierto tan diferente para cada uno.
Grandes místicos de la historia como San Agustín, Teilhard de Chardin y Siddhartha Gautama (Buda) no hablan del propósito como un objetivo que alcanzar, sino más bien como el motor de donde emergen las acciones: Un estado del ser sereno e inmensamente amplio para contener todo lo que existe: la belleza y la miseria, el amor y el desamor, la vida y la muerte. Un estado del ser que todo lo acomoda sin conflicto y sin tanta resistencia, con gracia y con profunda reverencia. Desde ese lugar, que en las tradiciones contemplativas como la budista se experimenta a través de la meditación, uno lleva marcado en la piel la efimeridad de la vida y de su pronta muerte. Este entendimiento desata la urgencia de contribuir a un bien mayor. Los pensamientos, las acciones y las palabras que emergen desde ese espacio interior están embebidos de compasión, de amigabilidad con lo más difícil y de generar un bien a los demás.
Mi maestra Ani Jangchub Llhamo me repite constantemente que el propósito de la vida es la práctica. Una mente dedicada al entrenamiento mental altruista da frutos hacia esa dirección,. Una mente dedicada hacia el egoísmo da frutos de soledad y de aparente seguridad. El entrenamiento del altruismo cultiva el amor incondicional, la compasión, la alegría de vivir y la serenidad. El entrenamiento es despertar estas cualidades en cantidades inagotables para ser compartidas con todos los seres sin excepción; en esta y en todas las galaxias de nuestro multiverso y en todos los tiempos.
Gracias por leer.
Natalia Bullon
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